Olvídense de payasos asesinos, la auténtica película de terror en cartelera habla de racismo y se llama DETROIT. Mientras en San Luis todavía huele a humo y barricada, llega a España la última historia narrada por Kathryn Bigelow, con la firme intención de intentar noquear por enésima vez a los todavía abundantes estadounidenses que no consideran los derechos civiles de los afroamericanos una cuestión de suficiente urgencia.
En esta ocasión, Bigelow se sirve de un suceso real ambientado en la ciudad que da nombre a la cinta, la Detroit ciudad del motor sí, pero también la Detroit ciudad del protopunk de los MC5 y sobre todo la Detroit de la Motown, que es más crucial todavía en esta atmósfera que las hoy abandonadas factorías de automóviles. Al turrón. Valiéndose de su guionista de confianza y de un operador de cámara fabuloso, la asfixia que invade a uno en la butaca durante las prácticamente dos horas y media de metraje resulta insoportable. Claustrofobia en vena la que se inocula al espectador desde que se entrecruzan en un motel las historias de un segurata negro, una patrulla de sádicos policías blancos y un puñado de mansos huéspedes más preocupados por debatir acerca de la atormentada vida de John Coltrane que por plantar cara a autoridad alguna, la misma que a escasas manzanas batalla contra sus propios hermanos.
Desde el primer momento se sabe que aquello solo puede acabar como el rosario de la aurora. El contexto histórico que rodea a todos los protagonistas de los hechos es el de los crudos disturbios que tuvieron lugar en el verano del 67 por todo el país y que, en el caso de Detroit, dejaron a los de Sunset Strip en una simple escaramuza para aficionados.
En cualquier caso, aquí no hay espacio para el enfoque aséptico al que Bigelow nos tenía acostumbrados en películas previas como La noche más oscura, donde incluso se navegaba en la ambigüedad para presentar a los personajes, escudándose en un trasfondo patriótico que todo lo justifica. Aquí se desnuda la verdad, se narra una historia de manera a veces documental mostrando al espectador una trama más descarnada por su verosimilitud que por la crudeza de lo que vemos secuencia tras secuencia.
Parte de ese congoja proviene como no podía ser de otra manera de una cuidadosa banda sonora que incluye material de primera, destacando el más que alegórico «Nowhere To Run» de Martha Reeves y Las Vandellas, que resume perfectamente la ratonera que fue Detroit aquellos días en que, a pesar de todo, se seguían facturando hits como si de Ford Mustang se tratase, quizá porque muchas veces las canciones estaban escritas con sangre.
A pesar del último tramo de la película (que no le hace justicia) esta vez no hay palmadita en la espalda, la bofetada al sistema está dada. De manera mucho más contundente que en títulos recientes como Moonlight esta necesaria película deja un poso de pesimismo, pues al igual que el soul sobrevivió a los hechos hasta nuestros días, parece que también lo hizo la impunidad de ciertos delitos en la era Trump.