Por encima de las cabezas de los almirantes del zar resonó un hurra fraternal
A pocos días de conmemorarse el primer centenario de una de las efemérides más determinantes del siglo XX, el ciclo «El cine de los Capuchinos» trae la próxima semana a las pantallas de la ciudad El acorazado Potemkin (1925), obra maestra de la propaganda soviética que más de noventa años después de su estreno sigue fascinando al mundo entero.
La primera vez que un servidor se sentó delante de Eisenstein sería a sugerencia de Secundino Serrano, supongo que al igual que centenares de jóvenes bachilleres leoneses en las últimas décadas. Luego llegarían decenas de películas del género, algunas trascendentes, otras acaso interesantes y la mayoría absolutamente prescindibles pero, sin duda alguna, ninguna tan frecuentada como esta.
Hoy, cuando no queda fotograma en la cinta por analizar (ni bajo la perspectiva marxista ni por la que aquí nos interesa, la puramente cinematográfica), resulta literalmente imposible aportar algo nuevo al debate crítico más ardiente entre los historiadores de cine.
Pasa que hay veces en que mientras uno la ve no puede evitar despistarse de la sutil perfección formalista de la obra, abrumado ante el hábil manejo de la carga ideológica, de la misma manera que en otras ocasiones se olvida del mensaje político implícito cuando no queda más remedio que embelesarse ante la maestría del montaje de atracciones. Esa es quizá la mayor grandeza de esta película repleta de tornasoles en sus cinco actos de «tragedia griega colectiva” que diría Román Gubern.
Mutilada hasta la saciedad por regímenes de todo tipo, Eisenstein concibió el proyecto sabedor de que dos elementos cruciales (la elevada tasa de analfabetización en la URSS de la época y el todavía carácter mudo del cine) le obligaban a encontrar unas imágenes lo suficientemente contundentes como para que se grabaran por si solas en la memoria de sus compatriotas. Para ello no escatimó en el simbolismo de insertos que hoy son material de estudio en cualquier escuela de cine, ni tampoco en trucajes elementales que en los felices veinte todavía causaban sensación entre el público. Dotado de un genio inaudito para el montaje (el mismo con el que estaban bendecidos admiradores suyos como Welles), el de Riga puso su talento al servicio de la ideología de su país, a pesar de que a menudo encontraría trabas para desarrollar su arte con independencia. Eran años de paranoia estalinista.
Para el recuerdo quedaron la utilización de contrapicados más que intencionados, temas colectivos como antítesis del protagonista individual, primeros planos de actores desconocidos exquisitamente seleccionados o secuencias como la del espigón, que forman parte de un todo que hace décadas se convirtió en parte de la cultura popular del ser humano.
El género propagandístico tiene un valor histórico (y en ocasiones artístico) incalculable, ya sea en las películas de Pudovkin como en el cine de Capra al servicio del New Deal, pasando por las aportaciones de la sempiternamente señalada Riefenstahl en pleno III Reich, todas ellas fruto de contextos socioculturales antagónicos pero coetáneos. Sergei Eisenstein surcó esas aguas como nadie.