Tom salió de la zanja y se quitó el sudor de los ojos.
—¿Oísteis lo que decía aquel periódico sobre «agitadores al norte de Bakersfield?»
—Claro —dijo Wilkie—. Dicen cosas así continuamente.
—Bueno, yo estaba allí. No había agitadores ni por casualidad. Lo que ellos llaman rojos. ¿Qué coño son rojos de todas formas?
Timothy aplanó un pequeño promontorio del fondo de la zanja. El sol hacía brillar su blanca barba hirsuta.
—Hay muchos que quisieran saber lo que son rojos —rió—. Uno de nuestros chicos lo averiguó —aplanó suavemente con la pala la tierra amontonada—. Un tipo llamado Hines… tiene unos treinta mil acres, melocotones y uvas, una conservera y un lagar. Estaba todo el tiempo hablando de «esos condenados rojos». «Esos rojos de mierda están llevando el país a la ruina» —decía—, y «tenemos que echar a estos rojos cabrones de aquí.» Un día le estaba oyendo un joven recién llegado al oeste. Se rascó la cabeza y le dijo: «Señor Hines, yo llevo por aquí poco tiempo. ¿Qué son los malditos rojos?» Pues bien, Hines le contestó: «¡Un rojo es un hijo de puta que pide treinta centavos por hora cuando lo que pagamos son veinticinco!» El joven se lo pensó, se rascó la cabeza y dijo: «Bueno, señor Hines, yo no soy un hijo de puta, pero si eso es lo que es un rojo… pues yo quiero treinta centavos por hora. Todo el mundo lo quiere. Diablos, señor Hines, todos somos rojos» —Timothy pasó la pala a lo largo del suelo de la zanja y la tierra sólida brilló en los puntos en que la paja cortaba.
Tom se echo a reír.
Las Uvas de la Ira (1939)
John Steinbeck