J.G. Ballard es uno de los escritores más valorados de la ciencia ficción. Escribió grandes novelas como «Crash» o «El mundo sumergido» y falleció en el 2010 , dejando su autobiografía «Milagros de vida» como último libro publicado en España.
Antes de seguir, hay que señalar que precisamente una de sus novelas «La exhibición de atrocidades» fue la que inspiró a Joy Division su tema «Atrocity Exhibition» que abría el álbum «Closer» de 1980. Echadle una escucha, porque creo que es la banda sonora perfecta para este autor:
Su autobiografía es bastante recomendable y tiene un interés intrínseco por el propio carácter del personaje. Un inglés de muy buena familia, nacido en Shanghai, cuya infancia -destinada a ser entre algodones- se trunca con la II Guerra Mundial. Al final, acabará viviendo la mayor parte de su niñez en un campo de concentración japonés; donde paradójicamente no será demasiado infeliz.
Esta experiencia de crecer en una campo de prisioneros, que relató en su famosa novela «El Imperio del sol» es solo una de las múltiples contradicciones vitales de un hombre que, cuando retorna a su añorada patria -aún desconocida para él- se encuentra a un país que prácticamente en nada se parece a ese gran imperio al que ofrecer devoción para el que le habían educado. Rebotado de todas partes, especialmente de la Gran Bretaña, acabará teniendo la intuición y clarividencia que le llevaron a escribir unos cuantos buenos libros. En ellos hizo gala de un afilado sentido crítico, especialmente dirigido contra las derivas de la sociedad capitalista -aunque debo decir que me he llevado algún que otro chasco sobre su pensamiento, que comentaré en otra ocasión,-.
En Otoño de 1954 con veintemuchos Ballard se ve perdido en una Inglaterra que no reconoce y se enrola en las Fuerzas Aéreas. Esta decisión marcará su futuro al obligarle a vivir en una Base de la OTAN en Canadá. Ya tiene claro que quiere ser escritor pero no sabe muy bien ni cómo ni qué escribir. Allí, aislado por la nieve que le impide despegar, descubrirá la respuesta a través de la ciencia ficción, género al que hasta entonces apenas se había acercado. A partir de ese momento le dedicaría (a su modo) prácticamente toda su obra.
Así lo cuenta en el libro:
«Como disponía de mucho tiempo, escribí unos cuantos relatos y traté de encontrar suficiente material de lectura para aguantar. […] La mayoría de los libros que había en la estación de autobuses eran populares novelas de suspense, pero había un género que ocupaba mucho espacio en los estantes de los libros. Se trataba de la ciencia ficción, que entonces vivía su gran auge de la posguerra.
Hasta entonces yo había leído muy poca ciencia ficción aparte de las historietas de Buck Rogers y Flash Gordon de mi infancia en Shangai. Mas tarde me enteraría de que la mayoría de escritores profesionales eran grandes admiradores del género desde sus primeros años de adolescencia, y muchos iniciaron su carrera escribiendo en fanzines […]. Yo fui uno de los poquísimos que se acercó a la ciencia ficción a una edad relativamente tardía. A mediados de los cincuenta, había unas veinte revistas de ciencia ficción comerciales que se vendían mensualmente en EEUU y Canadá.
Algunas como Astounding Science Fiction, estaban dedicadas profusamente a los viajes espaciales y a los relatos sobre un despiadado futuro tecnológico. Aquellas historias sobre planetas, no tardaron en aburrirme. Como precursoras de Star Trek, describían un universo colonizado por el imperio de EEUU y convertido en un infierno de alegría y optimismo, un barrio residencial estadounidense de los 50 lleno de buenas intenciones y habitado por vendedoras de Avon con trajes espaciales. Sorprendentemente, todo ello resultó ser una acertada predicción.
Por suerte, había otras revistas, como Galaxy y Fantasy & Science Fiction, cuyos relatos se desarrollaban en el presente o un futuro muy próximo, extrapolando las tendencias que todavía resultaban evidentes después de la guerra. Los peligros de una televisión pública sumisa, la publicidad y el panorama mediático estadounidense eran su terreno. Analizaban con gran perspicacia los abusos de la psiquiatría y la política dirigida como una rama de la publicidad. Muchos relatos eran divertidos y pesimistas, con una superficie de ingenio mordaz que ocultaba un mensaje totalmente desolador.
Me fijé en ellos y empecé a devorarlos. Allí había un estilo de ficción que trataba sobre el presente, y a menudo era tan elíptico y ambiguo como las obras de Kafka. Aquella literatura reconocía la existencia de un mundo dominado por la publicidad de consumo, en el que el gobierno democrático se transformaba en relaciones públicas. Era el mundo de coches, oficinas, autopistas, líneas áreas y supermercados en el que realmente vivíamos pero que se hallaba ausente por completo en casi todas las obras de ficción seria.
En una novela de Virgina Woolf nadie llenaba el depósito de gasolina de su coche. En una de Sartre o Thomas Mann nadie paga después de que le cortasen el pelo. En las novelas de Hemingway de la posguerra nadie se preocupaba por los efectos de la exposición prolongada a la amenaza de la guerra nuclear. La simple idea era absurda.
Los escritores de la llamada narrativa de ficción seria compartían un rasgo dominante: su narrativa trataba ante todo de ellos mismos. El yo se hallaba presente en el seno de la literatura moderna, pero ahora tenía un poderosos rival: el mundo cotidiano, que poseía el mismo componente psicológico y era igual de proclive a los impulsos misterioros y a menudo psicopáticos. Aquel terreno siniestro, una sociedad consumista que podía desembocar en otro Auschwitz u otra Hiroshima, era el que estaba explorando la ciencia ficción.
Por encima de todo, el género de la ciencia ficción tenía una enorme vitalidad. Sin idear un plan de acción decidí que era un campo en el que tenía que entrar. Advertía que allí había un tipo de literatura que valoraba mucho la originalidad y concedía una gran libertad a sus autores[…].
Después de cruzar la fontera los fines de semana, me di cuenta que tanto Canadá como EEUU estaban cambiando rápidamente y en su debido momento ese cambio alcanzaría incluso a Gran Bretaña. Interiorizaría la ciencia ficción, buscando la patología que subyacía bajo la sociedad de consumo, el panorama televisivo y la carrera de armamento nuclear, un enorme continente intacto de posibilidades ficcionales. O eso pensaba yo, contemplando el campo aéreo en silencio, con sus pistas de aterrizaje vacías que se extendían hasta el infinito blanqueado por la nieve.»