Estamos en la primavera del año 1977. Hace poco más de un año que Franco ha muerto y el proceso «modélico» de la Transición avanza a marchas forzadas.
Hasta octubre, no se aprobará la esperada Ley de Amnistía, que afectará a la inmensa mayoría de delitos «políticos» cometidos en el país. Esta Ley sería luego vergonzosamente utilizada para tapar y dar impunidad a todos los crímenes de la Dictadura, pero esa es otra historia.
En aquel momento, solo se habían aprobado algunos indultos parciales. Estos, en teoría, permitían a muchos huidos y exiliados a volver al país sin ser encarcelados, aunque no estaba del todo claro. Esta situación dio lugar a muchos episodios surrealistas como el siguiente.
Jon Ander Larreategi, exiliado vasco y entonces miembro de ETA, decide regresar desde Francia y acogerse a los indultos. Desde hace tiempo tiene abierto un Consejo de Guerra por sus actividades y, por lo tanto, su situación es la de reclamado por la jurisdicción militar.
Tras consultar a abogados, estos le recomiendan que se plante directamente en Pamplona y que lo más probable es que le dejen libre.
Larreategi se presenta en la Comandancia del Gobierno Militar de Pamplona. Le recibe el comandante a quien expone su caso. Este le informa de que no puede acogerse a las nuevas medidas, porque, dice los militares no aplican esos indultos. Según se refiere, eso solo sirve para los condenados por el Tribunal de Orden Público (ahora llamada Audiencia Nacional).
– «Lo que usted tiene que hacer –le dice el militar– es ingresar en prisión ».
– «¡Ah!», acierta a pronunciar el prófugo.
– «¿Qué quiere usted, que llamemos a la Guardia Civil para que lo lleven hasta la prisión o prefiere usted ir por su cuenta?. En ese caso me tiene que dar su palabra de honor de que va a ir a prisión ».
Larreategi responde que así lo hará.
– «Bien. Si me da su palabra, no llamamos a la Guardia Civil pero –el militar lanza una mirada su reloj de pulsera–, a las 3 horas de la tarde tiene que estar en prisión».
«¿Y qué hago yo ahora?», pensó. «Pues nada, ahí que me veo tocando el timbre de la cárcel como si estuviera en la guerra de Gila».
– «Buenas tardes. Vengo a la cárcel», informa al guardia de la entrada.
– «No, no puede ser. No es hora de visita».
– «No, verá.. Yo vengo a ingresar».
El policía le mira a los ojos. Luego marca un número de teléfono.
– «Oye, que aquí hay uno que yo creo que está loco y que dice que tiene que ingresar en la cárcel».
«Baldin Bada – Baldin Bada»
– «Toque este timbre y a ver qué dicen».
En seguida aparece un funcionario. Le toma los datos y la situación, de nuevo, vuelve a asemejarse a una pieza cómica.
– «Aquí no tenemos ninguna orden de aviso de entrega».
– «Ya lo veo, ya. Parece que el comandante se ha retrasado, porque me ha dicho que estuviera aquí a las 3 y son las 3 y media».
– «Pues.. bueno, pase usted y espere en esa sala».
La orden llega, por fin, un largo rato después.
– «Ya está –anuncia el funcionario con aire satisfecho-. Hemos recibido la orden y hemos comunicado que usted está aquí. Así que adentro ».
Una vez en la celda que le ha sido asignada y cuando todavía no ha ordenado el caos que reina en su cabeza, la pregunta de otro funcionario remata el disparate que rodea la situación:
– «¿Quiere un gato?»
«Esto es de locos”, piensa el preso.
– «No, no quiero un gato. ¿Para qué querría yo un gato?»
Larreatagui lo entenderá pronto, cuando compruebe la autopista de ratas que pasa por su celda a través de los desagües de la vieja cárcel de Pamplona.
Anécdota extraída del libro «Argala. Pensamiento en acción» (2019)