Apología del terror

Decía Godard que todo lo necesario en una película es un arma y una mujer. Partiendo de estos dos factores  -que por supuesto pueden metamorfosearse en una infinidad de variables- se han cimentado miles de argumentos cinematográficos desde prácticamente los orígenes del arte. A continuación recomiendo cuatro interesantes aportaciones a la disciplina que más taquilla recauda (con el permiso de la ciencia ficción y quizás la pornografía) y que en fechas señaladas como el Samaín resulta (des)agradable revisitar.

1.- The Dark Old House, James Whale (1932)

Hablar del terror en los años 30 es hablar de la Universal, la productora en la que labró su éxito gente de la talla de Tod Browning, que en sus estudios rodaría clásicos básicos como Freaks ese mismo año o el primer Drácula en pantalla de Bela Lugosi el anterior. Whale, que tampoco era manco, firmó otras tantas joyas del género como Frankenstein o El hombre invisible, amén de esta cinta que tendría algo menos de repercusión. Para la ocasión contó con un reparto apabullante; Melvyn Douglas, Boris Karloff, Charles Laughton o Gloria Stuart (que aparte de ser la anciana de Titanic participó en su mocedad en algún título significativo) entre otros. El caserón de las sombras es un estándar del género: tres jóvenes se quedan tirados en la noche por culpa de una tormenta y encuentran refugio en una tétrica casa que esconde peligros de todo tipo, desde un maníaco sexual a un pirómano desquiciado. Paradójicamente, el personaje que más brilla es el que encarna una secundaria, la inglesa Eva Moore, que literalmente se come cada escena en que aparece.

2.- Vampyros Lesbos, Jesús Franco (1971)

Muchos directores noveles experimentan con películas de horror de serie b con la falsa creencia de que el miedo es la sensación que más fácil se puede lograr transmitir en un espectador. El pretendido amateurismo de Jess Franco en alguna secuencia de esta película puede despistar al respecto, y es que conviene recordar que para entonces ya llevaba una más que dilatada trayectoria ligada de manera insistente a lo pavoroso y lo sexual, lo que le convierte en cierta manera en una autoridad en el tema. En Las Vampiras, su siempre personal visión del cine sufriría (como no podía ser de otra manera) el rigor de la censura franquista en una película donde todo gira en torno al placer y el dolor. El maestro del fantaterror coquetea aquí con el gore pero también con el psicoanálisis (tan de moda unos años antes en el cine de suspense) en esta historia de chupasangres que viven en casas con decoración pop en vez de entre ataúdes e interiores góticos. Esa es parte de la originalidad de su propuesta, en la que no faltan constantes en la obra de Franco como la sensación voyeur que traslada al que contempla o la sexplotation a lo Russ Meyer. En este caso, la protagonista incontestable es la malograda Soledad Miranda, varias veces musa del realizador y que en esta película es un torrente de erotismo como nunca se vio en el cine patrio.

3.- Vampyr , Carl Theodor Dreyer (1932)

Sí, el mejor director europeo de siempre (con permiso de Sir Alfred) también dejó su firma en el subgénero del vampirismo. Su peculiar interpretación del tema no podría ser más antagónica respecto a la de Jesús Franco, pues en este caso el arquetipo de marras cobra forma de anciana decrépita en una atmósfera deudora del expresionismo de la UFA, que ayudó a su formación como cineasta. Destacan especialmente en la cinta el paseo con toques surrealistas del curioso protagonista (que penetra en la mansión como quien lo hace en una casa de los horrores), la secuencia de su propio entierro o los acertadísimos arreglos de cuerda que acompañan una narración en plena transición del silente al sonoro. Dos apuntes, para la posteridad dejó Dreyer una de las más angustiosas muertes de villanos que se recuerdan, así como un ensayo de resurrección que finalmente lograría sublimar con el paso de los años…

4.- El fantasma del convento, Fernando de Fuentes (1934)

La más desconocida seguramente de estas cuatro sugerencias tiene una premisa de partida similar a El caserón de las sombras. En este caso, tres jóvenes extraviados acaban pasando la noche en un viejo monasterio mexicano (el convento de Tepoztlan, que aún hoy se mantiene en pie) que conseguirá aflorar las bajas pasiones que ya traían consigo de antes los incautos protagonistas. La trama aborda hábilmente lo pecaminoso (desafiando toda convención social de la época) yuxtaponiendo los abominables sentimientos entre los jóvenes con los de un fraile que habitó una de las celdas del convento siglos ha. La película tiene momentos vibrantes a lo largo de esa noche terrorífica, ya sea el trajín que se trae el triángulo amoroso de habitación en habitación, la particular cena en el refectorio o la secuencia que transcurre en la celda de fray Rodrigo, el desenlace tras ella es sencillamente perfecto.

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