He sido sancionado por pegar a un portero, por escupir a aficionados, por lanzar mi camiseta al árbitro, por llamar saco de mierda a mi entrenador. Llamé panda de imbéciles a aquellos que me criticaron… Así que pensé que iba tener problemas para encontrar un patrocinador.
Eric Cantona. (En un comercial de una marca deportiva)
El enfant terrible. Pesadilla de rivales, dolor de cabeza de entrenadores, ídolo de la afición. Un resorte dispuesto a saltar en el momento menos esperado. Cantona no pasaba desapercibido. Ahí estaba, saliendo del túnel al césped de Old Trafford, erguido, el cuello de la elástica levantado, la mirada fija, orgulloso, como si el campo fuera suyo. Una personalidad altiva y extravagante pero que demandaba reconocimiento y apoyo.
El climax
A medio camino entre la pasión y la locura. Como uno de los personajes de Shakespeare que se acercan inevitablemente a la tragedia. El 25 de Enero de 1995 le estaba esperando la suya, dando lugar a uno de los episodios más célebres del fútbol: La patada del 7 a un hincha del equipo rival.
Su temperamento ya le llevaba jugando malas pasadas desde sus inicios en el fútbol. Pero ese día cruzó la línea roja.
Pongámonos en situación: Un partido de la Premier no muy trascendente, el Manchester como visitante frente al Crystal Palace. La contundencia del marcaje por parte de los defensores le saca de quicio. Agrede al central apenas comenzado el segundo tiempo. Ve la tarjeta roja. En medio del revuelo se dirige al túnel de vestuarios pero un hincha a pie de campo, le increpa, y Cantona, ante el asombro de jugadores, stewards, aficionados y espectadores… salta la valla publicitaria propinándole una patada en el pecho y liándose a golpes con él . La cosa no va a mayores gracias al personal de campo y compañeros que consiguen agarrarlo y llevárselo al vestuario.
Los pies en la tierra
Tras el calentón, un remolino de sensaciones debieron agolparse en la mente del jugador. Ahora estaba solo. Demasiado tiempo caminando sobre la cuerda floja, ganándose enemigos. Era el cabeza de turco que necesitaban para focalizar sobre su persona el peliagudo asunto de la violencia en el fútbol . . . Tertulias, milongas y un circo mediático que conseguiría llevar el debate hasta el Parlamento del Reino Unido. La sanción iba a ser ejemplar. Nueve meses de inhabilitación, una multa de 20.000 libras y una condena a dos semanas de cárcel que sería conmutada por servicios a la comunidad.
El ruido de fondo empieza a difuminarse cuando la prensa descubre que el hincha agredido no era un ciudadano ejemplar. Matthew Simmons, que así se llamaba el jambo, era un simpatizante de extremaderecha vinculado al partido neonazi National Front. Contaba en su currículum con antecedentes por robo y agresión racista. Y de aquellos barros, estos lodos… la impunidad de la que gozaban él y otros individuos de su calaña en los estadios de fútbol, le dio la confianza para bajar doce filas desde su asiento y gritar a la cara una soflama xenófoba a la persona equivocada. Eric Cantona.
Ante los problemas. Actitud.
Tras conocerse la catadura del agredido, las muestras de apoyo empiezan a llegar. La sanción está ahí, pero Cantona empieza a recibir respaldo tras momentos especialmente duros. Las hinchadas antifascistas no dudan en homenajearle, aficionados al fútbol reivindican su carácter, algunos periodistas salen en su defensa y trasladan el foco a la permisividad del fútbol con los comportamientos fascistas y racistas. Él, nunca se mostró arrepentido: «Le tendría que haber dado más fuerte».
No olvidaba de donde venía. Criado en una familia de clase obrera en el mestizo puerto de Marsella. De ascendiente sardo y catalán. Su abuelo materno se había refugiado en Francia para evitar la represión franquista tras haber combatido en el bando republicano. Todo ello había marcado su talante y había forjado en él un ánimo rebelde y un fuerte rechazo al racismo.
¿Está bien que yo no diga nada sobre el racismo porque juego al fútbol? Algunos dicen que tenemos que aceptarlo como parte del juego. ¿Por qué? Para mí, es inaceptable en cualquier deporte.
The Adicts – Football Fairy Story (1992)
Sin embargo durante los nueve meses que duró la sanción, optó por el mutismo. La prensa acostumbrada a su declaraciones polémicas, salivaba por conocer qué bullía en la cabeza del francés. Pero se negaba a dar entrevistas. Desconectado. Hasta que un día convocó una rueda de prensa. Volvía a hacer acto de presencia. Serio, con gesto grave, se sentó delante del micrófono y ante una multitud de periodistas ansiosos, espetó:
“Cuando las gaviotas siguen al pesquero, es porque piensan que va a tirar sardinas al mar. Muchas gracias”.
Se levantó y se fue. Esas fueran todas sus declaraciones, dejando al personal con un pasmo y con la palabra en la boca. Los días posteriores las tertulias y las páginas de los periódicos se llenaban de conjeturas intentando explicar sus palabras. Años más tarde el jugador reconocería que no significaban nada, harto de todo, había lanzado un hueso a los periodistas para que estuvieran entretenidos. Un personaje.
Agotado de esperar el fin.
No era la primera sanción. Encontronazos con rivales, compañeros, árbitros y entrenadores, le habían apartado de las canchas durante meses en más ocasiones. Auxerre, Girondins, Olympique, Montpellier, Nîmes… sus correrías por Francia habían dejado más estragos que las de Napoleón. Allí cultivó su faceta más destructiva y polémica. Llegando con tan solo 25 años, a querer retirarse del fútbol profesional. Como un potro salvaje, inadaptado, estaba dispuesto a romper con todo. La llamada de Inglaterra le salvó. Allí se templó su carácter y se forjó el mito.
Los nuevos aires, el fútbol de las islas, parecían soplar al mismo ritmo que su ímpetu. Previo paso por el leñero Leeds United, acabaría llegando en 1992 al club en el que por fin brillaría su estrella. El Manchester United venía de un largo periplo por el desierto, 25 años sin ganar el título de liga. El escocés Alex Ferguson había llegado en 1986 para hacerse con las riendas del club pero aun no había conseguido el título de la Premier League. El mister arriesgó con el joven alocado y vaya si le salió bien. El francés se erigió como un tótem ofensivo que contagió a sus compañeros de arranque y arrebato. Conquistó al público y llevó a su equipo a conquistar el ansiado título en un momento dulce del fútbol inglés, que volvía a relucir después de las tragedias de las tragedias de Hillsborough y Heysel.
Cinco temporadas en el Manchester United. Cuatro títulos de liga. Racha tan solo interrumpida por el año de su sanción. De mítico a irreemplazable. Pero el tiempo y el fútbol habían hecho mella. El regreso a las canchas no significó una caída de rendimiento, sino más bien de ilusión. El jugador aprovechó el parón para buscar nuevas metas e intereses y empezaron a despertar en él otras inquietudes que influirían en su prematura retirada. Dejaba el fútbol con 30 años de edad, atrás quedaban sus tropelías, su fútbol, 82 goles vestido con la zamarra roja, y un recuerdo imborrable en la afición.